"Tiempos oscuros se levantan, la Luz y la esperanza abandonan estas tierras". Los nuevos consejeros agachan la cabeza, pesimistas ante el rey. Ha crecido un país, con demasiados líderes. El rey no cree que su presencia sea necesaria en este tablero de poderes, pero se niega a dejar el trono.
Un clamor recorre las calles, las banderas adornan las grises edificaciones, algunas cubren las grietas que el tiempo y la política han esculpido detalladamente; grietas en las que se hunden los sueños de una gran nación.
Colores diversos atraviesan la ciudad, colores propios, sin cromatismos, puros, pero juntos; colores con sonrisas, dedos, ojos. Gritan por el Rey, lo llaman por su nombre y dinastía. La belleza del dictador es el lenguaje de su pueblo.
El sol ya nace, pero la oscuridad sepulta el corazón de su gobierno. Un pueblo comprometido, feudos que cambian de nombre, tierras que cambian de rey.
Una puerta se abre; llegan embajadores de tierras lejanas a ofrecer reliquias, besan la mano del sire, lo colman de vítores. Tañen las campanas a lo lejos, bailan su sorpresa, jamás el pueblo estuvo más unido y no fue intromisión de la providencia. El dedo de Dios es inocente.
Se inca el Rey ante el trono desnudo, a su espalda las sillas del gran consejo. Sollozos en silencio. Lo miran apoyado contra su espada. Sobre aquel rincón de la sala se tomaron las decisiones, se condenó, se absolvió. Levanta los ojos hacia el vitral donde un pastor contempla la aparición de Cristo.
Afuera el pueblo se concentra alrededor de la plaza. Las oraciones y los cánticos crecen desde el centro. El Rey se incorpora, se persigna y solo alcanza a pronunciar una frase, la misma frase conque el pueblo termina sus cánticos: Dios, salve al Rey.
El nuevo soberano sobre el balcón, proyectado a contra luz, su manto escarlata, su corona enchapada en diamantes, abre sus brazos y solo una cosa pide: "Dios, salve al Rey"
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