Un paso tras otro me encamino
fuera del trabajo. Son cerca de las seis de la tarde. Al tomar la acera respiro
hondo. El aire denso llena mis pulmones. Como casi todos los días me dispongo a
empezar mi caminata ritual hasta mi hogar. Pero esta vez sería diferente.
Al tomar la calle mis pasos bajan
su intensidad. Alguna sensación rara me reta a sentir el camino. El cielo es de
un azul oscuro, casi negro. Pero no presagia tormenta; ninguna mancha gris
rompe ese lienzo. La carretera, extrañamente desierta, parece el mar reflejando
el firmamento.
No puedo evitar pensar en una
conspiración cósmica, en cómo el clima y el estado de ánimo firman ese pacto a
nuestras espaldas. Saco el teléfono, activo la cámara y me dispongo a registrar
el momento. Pero otra idea termina por imponerse. El lente capta todo lo que a
mis ojos resulta inusual.
Estoy como en un trance, dejo que
mis pies me lleven como si no quisiera llegar a mi destino. No se siente ruido
alguno que perturbe esta calma. Las lumbres del ocaso que tanto me gustan son
las ausentes de esta escena. Pero no me molesta este nuevo mundo que descubro.
Por primera vez en horas siento
una paz que me invade, una tranquilidad sublime sin colores. El cansancio
desaparece, las preocupaciones capitulan, “The Sound of Silence” suena en mi
mente. Respiro nuevamente y sigo mi camino.
Minutos después aquella sensación
ha desaparecido. Me enfrento de nuevo al mundo, pero extrañamente, lo hago con
el impulso de algo nuevo, de algo que me motiva, que es habitual pero no
rutina. El peso se ha desvanecido, o quizás nunca estuvo allí.
Son las maravillas inexplicables
de mis tardes grises, donde se plasma el negativo de mi alma en su mundo
minimalista.
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